Taser para Carabineros: el Gobierno chileno autoriza su uso tras años de debate

Taser para Carabineros: el Gobierno chileno autoriza su uso tras años de debate

¿Qué aprobó el Gobierno y cómo se aplicará?

Chile dio un giro en su política de uso de la fuerza. El Ministerio de Seguridad Pública autorizó a Carabineros a adquirir y desplegar pistolas eléctricas taser como herramienta no letal, tras una tramitación que se arrastraba hace años. La solicitud formal de la policía uniformada ingresó el 18 de agosto y fue visada el 20; el anuncio oficial llegó el 27 de agosto de 2025. El Ejecutivo encuadra la medida en un plan piloto acotado, con foco inicial en procedimientos por violencia intrafamiliar.

El piloto no parte de cero. Carabineros tiene protocolos listos para su uso y una exigencia clave: formación específica para cada funcionaria y funcionario que porte el dispositivo. El ministro Luis Cordero lo explicó sin rodeos: el arma dispara dos lancetas que se adhieren al cuerpo, y tanto su aplicación como la extracción requieren entrenamiento técnico. Solo personal certificado podrá emplearla.

El costo también marca la discusión. Cada equipo bordea los 5 millones de pesos, un desembolso alto para un equipamiento individual. Interior lo defiende como inversión preventiva: una alternativa menos letal frente a situaciones de alto riesgo donde hoy la opción puede ser el arma de fuego. El cronograma oficial apunta a tener las primeras unidades operativas antes de fin de 2025, una vez completados los cursos y evaluaciones.

La decisión llega con respaldo político transversal, pero no sin reproches por la demora. El gobernador metropolitano, Claudio Orrego, que empujó la autorización durante meses, valoró el cambio y lamentó que no se hubiera tomado antes. En su visión, dotar a la policía de más escalones intermedios en el uso de la fuerza podría haber evitado muertes prevenibles y lesiones graves.

¿Qué es una taser y por qué es distinta a otras herramientas? Se trata de un arma de impulso eléctrico que incapacita de forma temporal mediante descargas de alta tensión y baja corriente. Opera de dos modos: por disparo de dardos con cables que transmiten el pulso hasta unos 11 metros, o por contacto directo de los electrodos en el cuerpo. En ambos casos, el objetivo es producir contracciones musculares involuntarias durante algunos segundos que permitan reducir a una persona sin daño permanente.

El nombre viene de Thomas A. Swift’s Electric Rifle, una referencia literaria acuñada en la década de 1970. Aunque se catalogan como menos letales, no son inofensivas. Mal uso, aplicaciones repetidas o condiciones particulares de salud pueden derivar en desenlaces graves. Por eso, los manuales internacionales enfatizan evaluación previa de riesgos, uso proporcionado y registro obligatorio de cada activación.

La apuesta del Gobierno es partir por escenarios donde los beneficios potenciales sean claros. En episodios de violencia intrafamiliar, la policía suele ingresar a espacios estrechos, con alta tensión emocional y una víctima en riesgo. La distancia operativa de la taser, y la posibilidad de inmovilizar sin recurrir a la pistola, puede bajar el umbral de daño tanto para la persona agresora como para la víctima y el personal policial.

El despliegue no se limitará a ese ámbito si el piloto resulta. Interior dejó la puerta abierta para ampliar su uso a otros procedimientos, siempre con formación, protocolos y auditoría. La clave será demostrar en terreno que la herramienta reduce lesiones, evita escaladas y mejora el control sin generar nuevos riesgos.

El debate: seguridad, riesgos y controles

El debate: seguridad, riesgos y controles

El anuncio reavivó una discusión conocida: cómo equilibrar la seguridad pública y los derechos de las personas en los operativos policiales. Quienes respaldan la incorporación subrayan que Chile necesita un continuo de fuerza más amplio. Entre la defensa verbal, los bastones, el gas y el arma de fuego hay un salto grande. La taser llena ese vacío con una opción intermedia que ya se usa en más de un centenar de países, entre ellos Estados Unidos, Canadá, España e Inglaterra.

Quienes ponen reparos no cuestionan su existencia, sino su implementación. Piden estándares estrictos: criterios claros de uso, supervisión externa y registros públicos. Y recuerdan que “menos letal” no significa “seguro”. Hay condiciones de mayor riesgo que los instructores deben enseñar a identificar: personas con historial cardíaco, consumo de estimulantes, crisis de salud mental, ambientes con líquidos inflamables o con presencia de menores.

La técnica importa. La mayoría de las capacitaciones en el mundo enfatiza apuntar a zonas grandes del cuerpo, evitar la cabeza y reducir la exposición del tórax cuando sea posible, limitar las aplicaciones a ciclos cortos y documentarlo todo. También se enseña a reconocer fallas (por ejemplo, cuando un dardo no hace contacto) y a pasar a otras tácticas si la descarga no logra la inmovilización inmediata.

Hay otro elemento práctico: la coordinación con otras herramientas. El uso de aerosoles de pimienta con solventes inflamables, por ejemplo, puede combinarse mal con una descarga eléctrica y encender prendas. Son detalles técnicos que no admiten improvisación y que el entrenamiento debe cubrir de forma explícita.

El piloto busca despejar estas dudas con evidencia local. ¿Qué debería medirse para saber si funciona? No basta con contar dispositivos. Sirven indicadores concretos: número de activaciones por mes, cuántos incidentes se resuelven sin pasar al arma de fuego, lesiones registradas en personas intervenidas y en carabineros, fallos técnicos, duración promedio de los pulsos, y motivos de activación declarados en actas. Crucial también: quejas ciudadanas y resultados de las investigaciones internas por presunto uso indebido.

Ese seguimiento, además, necesita contrapesos externos. El Instituto Nacional de Derechos Humanos y el Ministerio Público suelen observar protocolos de fuerza en Chile. Incorporarlos desde el inicio mejora la calidad del piloto y la confianza pública. La trazabilidad tecnológica ayuda: idealmente, cada taser debe dejar un registro automático de tiempo y número de descargas, y cada procedimiento debe quedar consignado en un parte detallado.

El costo abre otra discusión. Cinco millones por unidad es un umbral que obliga a priorizar. ¿Cuántas se comprarán en una primera etapa? ¿Qué unidades las recibirán? Lo esperable es un despliegue concentrado en patrullas y equipos con más llamados por violencia intrafamiliar, y en comunas con mayores tasas de procedimientos de riesgo. La evaluación de impacto debe considerar esa distribución para no distorsionar los resultados.

Más allá de la compra, el gasto sostenido está en la formación y en el control. Capacitar, recertificar, mantener los equipos, reemplazar cartuchos de dardos y actualizar protocolos también cuesta. Y si la evidencia no acompaña, debe haber una válvula para corregir o frenar el despliegue sin dilaciones.

En el plano legal, la taser se inserta en el marco de uso racional y proporcional de la fuerza. Los principios son los de siempre: necesidad, legalidad, proporcionalidad y responsabilidad. La novedad es el medio, no el estándar. Documentar por qué se usó, en qué momento del procedimiento, contra quién y con qué resultado será clave para sostener cada caso ante auditorías y tribunales.

Quienes han sufrido una descarga describen la experiencia con crudeza: parálisis, dolor intenso, la sensación de que el cuerpo se apaga por segundos. Descripciones así circulan en reportes internacionales y en prensa. Sirven para recordar que la etiqueta “no letal” no debe banalizarse. La herramienta es potente y, usada sin criterio, puede dejar secuelas físicas y psicológicas.

La experiencia internacional ofrece pistas. En países donde la taser se integró con reglas estrictas, supervisión y cámaras corporales, aumentó la resolución no letal de incidentes sin disparos de arma de fuego y bajaron las lesiones de funcionarios en ciertos contextos. En lugares sin controles adecuados, aparecieron abusos, activaciones innecesarias y brechas de transparencia. La diferencia no estuvo en la herramienta, sino en el ecosistema que la rodeó.

Por eso, el efecto de esta medida no se decidirá solo en el aula de capacitación, sino también en la calle y en los escritorios que revisan lo ocurrido. Si cada activación queda grabada y analizada, si los datos se publican con regularidad, si hay consecuencias cuando se incumplen los protocolos, el piloto puede ganar legitimidad. Si no, la controversia se instalará al primer caso mal resuelto.

Vale una última precisión operativa. La taser no es una varita mágica para todo. No reemplaza el diálogo táctico, ni las técnicas de contención física, ni la intervención especializada en crisis de salud mental. Es un escalón más en una escalera que debe subirse con juicio. Quien la porte tendrá que decidir, en segundos, si es la opción adecuada frente a la conducta concreta, el entorno y las personas presentes.

El Gobierno eligió partir por violencia intrafamiliar porque ahí se combinan urgencia, cercanía física y la necesidad de separar a agresor y víctima con rapidez y sin daños mayores. Si el piloto muestra que la herramienta reduce lesiones, evita disparos y permite detenciones más seguras, vendrá la expansión. Si los riesgos superan los beneficios o la formación resulta insuficiente, habrá que corregir. Esa es la promesa de un piloto serio: que las decisiones futuras se basen en resultados y no en intuiciones.

En paralelo, el debate público seguirá. Hay quien teme normalizar la descarga eléctrica como recurso fácil en controles de identidad o faltas menores. Otros temen que la policía llegue tarde a la modernización y siga atrapada entre pocas opciones y mucha exposición al riesgo. En esa tensión, la transparencia será el factor decisivo. Más datos, más supervisión y menos consignas.

Por ahora, la señal es clara: Chile se suma a la tendencia de ampliar el abanico de fuerza con una herramienta cuyo desempeño divide miradas. El éxito dependerá menos de la compra y más de cómo se use, se controle y se cuente. En ese punto se juegan la legitimidad del piloto, la seguridad de las personas y el propio prestigio institucional de Carabineros.

Queda un detalle que no es menor: la comunicación con la ciudadanía. Explicar cuándo se usa, por qué se usa y qué derechos tiene una persona intervenida evitará suspicacias. Informar, por ejemplo, que el disparo de dardos busca provocar una incapacitación temporal de pocos segundos para proceder a la inmovilización, y que la extracción la realiza personal entrenado, ayuda a ordenar expectativas y bajar temores.

El cambio ya está en marcha y, con él, un compromiso de resultados. Si el piloto cumple lo que promete, la conversación se moverá desde el “sí o no” a la taser hacia el “cómo y cuándo”. Ese matiz, técnico pero político, será la verdadera medida del paso que hoy celebra el Gobierno y que parte con un foco definido: la protección de víctimas, de carabineros y de las personas involucradas en procedimientos de alto riesgo.

En ese contexto, el término Taser para Carabineros deja de ser un eslogan y pasa a ser un programa con exigencias. Reglas claras, entrenamiento verificable y rendición de cuentas no son adornos, son el corazón de la promesa de una herramienta menos letal. Con esa vara, el piloto tendrá que demostrar que suma seguridad sin perder derechos.

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